Algo quería que lo notase. Entre la prisa y el silencio, encontré un momento de paz. Un momento que llenó de cierta forma mi libertad. La vi tan hermosa, entera, llena. Colorida. Como sonrojada con los rayos de Sol que venían de en frente. Cómo tratando de explicarle al mundo que vamos muy deprisa. Que si nos detubieramos un segundo podríamos sentirla.
Su imagen me recordó a Lili. Una habitante de mi memoria. Que una vez me regaló la Luna. "¿De qué color la quieres? Tengo lunas azules, lunas rojas. Lunas verdes. Dime tú como la quieres y te la daré". Era tan ilusa. Vivía su mundo interior. Era feliz. No sé hasta que punto. Pero ella se sentía bien consigo misma. Con su visión un poco infantil de las cosas, la suavidad de sus compromisos, y la fragilidad de sus sueños inalcanzables.
"¿Tienes lunas moradas? Yo quiero una luna morada". Y así fue, mágicamente, que me asomé a mi ventana y la vi como nunca la había visto. Tan hermosa. Tan grande. Tan morada. Pareciera una estupidez, pero fue importante para mi. Me di cuenta de los detalles hermosos de la vida. Que hay que dejarse sorprender. Vivir en la mezcla perfecta entre tu imaginación y la vida real. Eres capaz de dominar eso, la vida se hace perfecta. Porque tu imaginación le da el toque mágico para ablandar la vida real. Si la ablandas mucho, se hará frágil, y no resistirá la dureza de los problemas por venir. Por otro lado, si la haces dura, no podrás amortiguar las penas en ella. Hay que encontrar el balance. Con eso me consideraría feliz. Con ello podría realizar mis objetivos; vivir y dejar huella.
Al pasar una persona por mi lado, me pregunto cuantas historias vírgenes guarda su corazón. Historias pequeñas, que la mayoría consideraría estúpidas. La gente es como un gran libro. Un libro que oculta secretos. Un comienzo, un desarrollo y un lamentable desenlace. Libros redondos. Cíclicos. Porque siempre se repite. Poseemos tantos tomos que comienzan, se desarrollan y acaban que, creo, que si nos dedicáramos sólo a contar esas historias, nuestra vida no nos alcanzaría. Estamos llenos de misterios. De desenlaces que sentimos pero no conocemos. De desarrollos. De comienzos que aún no han comenzado. Si nos enfocáramos en esas pequeñas cosas, que juntas nos hacen grandes y experimentados, creo que la vida sería un poco más grata.
Pero sólo recordamos las caídas. Nos condenamos por costumbre genética a caer. Y a seguir cayendo. Porque nunca nos levantamos realmente. ¿Cuando se termina de sufrir por algo? ¿Cuando hablamos tanto de ello que lo hacemos familiar? ¿Cuando la familiaridad lo hace parte de nosotros? No dejamos de sufrir jamás. Así como tampoco dejamos de ser felices. Sólo... Acumulamos. Como el niño que junta las monedas de su vuelto para tener más. Nosotros juntamos experiencias para sentirnos prósperos. Juntamos sufrimientos para que el siguiente duela menos. Juntamos felicidades para mantener la sonrisa. Juntamos frustraciones para intentarlo con más esfuerzo. Pero no olvidamos. Jamás. El olvido es una utopía. Ocurre cuando no dejas huella. Y créeme, que si examinas cada detalle cotidiano de tu vida, te encontrarás en él. Porque tú haces que exista, tu lo haces real. Así como estamos condenados a sufrir y ser felices, también estamos condenados a dejar huella. Lo queramos o no, la dejaremos.
Y luego se desvaneció, cómo despidiendo lentamente los recuerdos de Lili. Recordándome que aunque no esté ahí, siempre la recordaré ahí, en aquella dirección al salir de mi casa. Que aunque no recuerde todas las penas por las que he pasado, siempre las llevaré como sacos: uno arriba del otro sobre mi espalda. Y aunque no recuerde todos los momentos de felicidad, siempre estarán ahí, ayudándome a llevar el peso.
Recordándome que para disfrutar la vida, tengo que ir despacio. Observando los detalles, y dejar que me seduzcan. Para así evitar los sufrimientos, y sumar felicidades.
Me gustaría seguir escribiendo. Pero es tarde. Y se acabará la batería.